Mi espejo no ve bien, tiene que ser eso. Porque cuando voy por la calle y me veo reflejado de lejos en algún escaparate y no tengo mala planta; luego llego a casa y como tenga que acercarme al espejo no hay día que no me saque feo. Y eso que no le pilles por la mañana con sueño, que te saca con un careto…. Encima de miope es desagradecido. Os cuento esto porque estoy desarrollando una curiosa experiencia que me está llevando a establecer una relación matemática entre distancia y cariño (esto explicaría lo de mi espejo, nunca nos hemos llevado bien).
Otro ejemplo de esto que os cuento: el otro día estaba en el pueblo y pasando por la plaza vi a mi primilla tranquilamente sentada –cosa que me llamó la atención porque es un torbellino-, pero allí estaba ella sola y sonriendo. Con solo verla pensé “que salá” y me fui con una sonrisa por dentro. A los pocos minutos tuve que volver a la plaza y en el mismo lugar que antes estaba mi primilla estaba sentado un archienemigo personal, que también estaba sonriendo, pero esta vez lo primero que me vino a la cabeza fue “¿de que se ríe este gilipollas?” lo que me llevó a pensar que pese a la misma actitud en ellos varió enormemente mi actitud simplemente por mi distancia hacia ellos. Lo paradójico de esta relación matemática es que si a menor distancia aumentaba el cariño a una escala subatómica familiar el cariño debería ser exponencialmente inmenso… debería. Sin dudar de mis resultados experimentales –ni de mi familia- lo cierto es que el día a día no tiene porque ser así, porque si bien es cierto que el roce hace el cariño, también hace rozaduras.
Y hasta aquí mi pequeño artificio de hoy, espero haber sido breve y que os haya gustado.
Felices fiestas, y disfrutar de vuestros seres queridos (o de la familia según el caso).